jueves, 22 de julio de 2010

LA MÚSICA, MI VIDA

Para muchas personas comer rico, dormir plácidamente y tener buen sexo son cosas indispensables en la vida o son, en todo caso, tres placeres que hacen que la vida sea mucho más satisfactoria, atractiva, provocativa y feliz. No tengo por qué desmentir o boicotear egoístamente ciertas obvias y razonables preferencias humanas. La buena comida comprende un placer que hay que saber entender, disfrutar y valorar, el dormir bien (especialmente para un vago consumado como yo), resulta eternamente importante e ineludible para poder vivir, y es que al dormir por largas horas y al soñar ser alguien que no soy (alguien mejor) y luego al despertar, siento (siempre) que vuelvo a la vida, que regreso al mundo pero como alguien regenerado, modificado, editado, al despertar siento que se han borrado todos mis errores, que se han extinto mis males y pesares y que he vuelto a nacer pero como una edición remasterizada de la anterior que fue mal hecha o que se fue afeando o atrofiando con el tiempo, con la vida; y el sexo sin lugar a dudas procura sublimes y celestiales sensaciones de placer tan inigualables como adictivas, muy difíciles de obviar, pero quizá me gustaría agregar una cosa más que, en mi caso, me es imprescindible en la vida, la música.
Y es que no sé realmente cómo me llegué a enamorar de la música, porque eso es lo que estoy, estoy profundamente enamorado de mi música, de mi música que guardo con rígida vigilancia y sofocante (y nada modesto) orgullo en el ordenador, y que disfruto con sumo júbilo a cada momento, cada día. Creo que ese calor y ese amor por la música siempre estuvieron dentro de mí, pero que a mis tempranos años de vida, me resultaban aun ignorados o poco explorados y explotados. No fue hasta la etapa dorada de mi vida, esto es, hasta mis preciados, añorados y ahora recordados con nostalgia, quince años de edad que la llama infernal, el deseo insaciable y la lucha interminable por conocer y disfrutar idóneamente de la música, me asaltaron de pronto, violentamente, para no soltarme ni darme tregua nunca jamás, y no dejarme rendir hasta que mis días se agoten y no tenga cómo seguir ahogándome masoquistamente entre ese mar de dimensiones inagotables y placeres infatigables que comprende el amor excéntrico por la música.
Y es que empecé a cogerle cariño, a tenerle respeto y amor (un amor loco, obsesionado) a la música, cuando quince años habían pasado por mí. En esa etapa dorada en la que entre otras cosas, me inicié como un ser pensante y desafiante. Me inscribí en unas algo infértiles clases de guitarra de las cuales nunca olvidaré que siempre quise golpear y reventar mi guitarra negra acústica en la cabeza de ese maldito hijo de puta que explotaba conmigo cada vez que me negaba a tocar lo que él quería enseñarme. Y es que siempre fui algo rebelde y nunca me gustó hacerle caso a los perdedores (eso sí hubiese resultado muy humillante, un perdedor como yo, rebajándose mucho más haciéndole caso a otro perdedor). Y me negaba a tocar los clásicos peruanos y refutaba cada vez que nos hacía tocar lo que todo el mundo debe saber y lo que todo el mundo quiere aprender o lo que él quería que todo el mundo desee saber o creía que debía aprender. Y es que nunca quise lo que los demás querían tocar, yo quería que me enseñase lo que yo quería realmente aprender, y quizá por eso se terminó hartando de mí, de mi actitud hostil y rebelde hasta el punto de no querer enseñarme más, hasta el punto de terminar odiándome. Quizá por eso se negó a seguir a mi lado en esa búsqueda terca y firme por descubrir lo que realmente procure felicidad, y no tuve más que salirme, pero con la mirada en alto, de su clase llena de mediocres, fracasados y lame-culos que se emocionaban cuando les salía cualquier punteo barato de una de las muchas paupérrimas canciones de los bastardos de Maná.
Afortunadamente mi suerte no me fue esquiva y quizá mi destino estaba así escrito y tuve para bien, conocer a unas cuantas personas que ayudaron (y mucho) a que prosiga en esa búsqueda precoz y torera por saber más de la música, de la música que a mí me gustaba, de cierta música que me llamaba con esa voz sensual y tentativa y que me enamoraba con cada acorde de quintas; no de esa música que los demás querían imponerme militantemente. Comencé a comprar disco tras disco, en muy poco tiempo me supe bueno para la guitarra, sufrí un orgasmo (o un placer casi sexual) al quedarme hasta muy tarde repitiendo una y otra vez cierto documental de más de cinco horas de mis ídolos y padres del Punk-Rock mundial, The Ramones. Pasé horas de horas navegando la web indagando acerca de las bandas que comenzaban a llenar agresivamente ese vacío en mi interior, esa sed sagaz por la música. Integré un número de bandas y de la mano de ciertos buenos amigos, pudimos practicar, rendir tributo a las bandas que nos gustaban, componer un par de temas, sufrir, llorar, reír y armar tocadas improvisadas en otro número de salas de ensayo, parques, casas y lugares recónditos, en donde era sumamente feliz.
Lamentablemente mi condición innata de vago (y parásito) terminó jugando en mi contra (como casi todo en mi vida), y produjo que ese placer por producir música se extinguiera fúnebremente, y no quise más asistir a los días de ensayo, no quise ver más a mis amigos, no quise más seguir unos cuantos repetidos acordes, llegué a sentir que ciertas canciones de tres acordes habían consumido ese sublime placer inicial, termine por desligarme de los ensayos, del sudor de las prácticas en habitaciones pequeñas y pobremente iluminadas, y caí rendido, luchando por reptar y alejarme de los pies ganadores del ruido estridente de los amplificadores a menos de medio metro. El hacer música ya no me producía placer como antes, más bien se había tornado en un fastidioso sacrificio. No quise más hacer música, no quise más tocar ni la guitarra, ni el bajo ni la batería. Mi padre, mi condición de vago y conformista, la universidad y la rutina gris de mi vida, conspiraban brutalmente en mi contra para que me divorcie de quien había logrado que mi vida se haya vuelto tan venturosa y jodidamente optimista. Mi padre luchaba en decirme que la música no me iba llevar a nada, me apestaba tener que tocar el bajo y hacer covers de otros grupos que siempre salían mal y que siempre me terminaban por frustrar más, la universidad acaparaba todo el poco tiempo que tenían mis días y mi vida en sí era incompatible con ese deseo delirante (o sueño sacrificado), por hacer música. Sentí que era el fin, que tendría que dejar la música y asentar cabeza como todo huevón y aceptar (o resignarme) a mi nueva vida, a mi vida en progreso de abogadito.
Pero nunca pude desembarazarme por completo de la música, siempre estuvo inherente a mí y yo siempre estuve inmerso en ella, ahí, debajo de sus piernas, entre sus faldas multicolores y brazos acogedores. Ya no puedo producir música, siento que no sirvo para eso, siento que si vuelvo a tocar en vivo estaría traicionando mi esencia de desvanecido e indeciso y que estaría tocando sólo para hacerme paso, para zafarme de la situación. El tocar un instrumento ya no me provoca. No fui nacido para componer ni para hacer buena música, pero eso no me exime de disfrutar de ella evocándome tan solo a escucharla cuando me dé la gana, esto es, a cada minuto o segundo de mi vida. Y es que la música persiste siempre en mí, mi día comienza con Fuel de Metallica reventándome los oídos en la alarma muy temprano por la mañana, mientras me baño escucho todo el How Could Hell Be Any Worse? de Bad Religion, mientras desayuno vengo escuchando a The Ramones, The Misfits me acompañan en el bus, Metallica retroalimenta mis sufridos y subyugantes días universitarios, The Cure me auxilia mientras leo, Asmereir me escolta de regreso a casa, Metadona y Atómica me saben acompañar al ver la televisión y muy tarde por la noche un popurrí o un compendio de los grupos o canciones que más me mojan me ayudan como una madre al cantarle una canción de cuna o al leerle un cuento a su hijo, a dormir (o morir temporalmente) mientras me pierdo tras los sonidos tan inverosímiles como bienhechores que vomitan mis auriculares.
Y es que soy muy feliz cuando me pierdo tras los sonidos insanos de mi música, ese deseo de que el disco nunca termine de sonar, esa ambición enfermiza por poseer toda la música que me sea posible e imposible, ese apetito voraz por asistir a todos los conciertos de mis grupos favoritos, ese sueño algo tonto y absurdo que persiste siempre en mí de conocer, abrazar y sacarme miles de fotos con mis ídolos y héroes de la música, esa ambición desequilibrada y utópica de conocer a esa chica indicada que se sepa mi aliada en esta búsqueda interminable y que me sepa guiar por los senderos de la música aun ignorados o desconocidos por mí; rebalsan descaradamente mi cuerpo de un chispeante e incontrolable goce carnavalesco vitalicio. Y cuando escucho detenidamente a mis grupos e imagino y sueño que estoy con ellos, que comparto el escenario en frente de grandes masas, que la gente disfruta al escuchar tocar a mis grupos y que yo disfruto con ellos, eso hace que la vida valga más la pena (o que simplemente valga). No importa que mi familia no entienda ese amor loco por la música, quizá estén celosos de que ame más a la música que a ellos mismos, quizá nunca terminarán de enfadarse porque siempre deben repetirme más de dos veces las cosas ya que no los he escuchado porque tengo los auriculares reventándome los oídos, quizá mi madre nunca llegué a olvidar cierta travesura adolescente que cometí cuando utilicé el dinero de mis estudios para comprar un ticket para ir a ver a Metallica presentándose por primera vez en Lima, quizá mi padre piense que soy un vago (adjetivo que no escapa de mi realidad) y que la guitarra no me dará de comer en el futuro tanto como la carrera de Derecho, quizá nadie llegue a entender por qué siempre paso más tiempo sólo y encerrado en mi cuarto escuchando música que compartiendo el tiempo con ellos. No me importa lo que piensen de mí. No me importa si llego o no a importarles. No me importa si esta búsqueda sea buena o mala, productiva o absurda, feraz o inconsecuente. No me importa si hago bien en querer de esta manera tan loca y desenfrenada a la música. No me importa si hago bien o mal en dejarme llevar por mis sueños. No me importa si llegue a vivir por largo tiempo o morir mañana mismo. No me importa nada en cuanto tenga a la mano cualquier adminículo reproduciendo mi música a todo volumen y haciéndome los días más felices.





Marzo, 2010.

No hay comentarios:

Publicar un comentario