sábado, 13 de noviembre de 2010

Léeme & Conóceme

Los que me han leído, al menos los que conozco (que no son muchos), no han sido inesperadamente aquellos a los que yo consideraba como mis mejores amigos (o mis amigos siquiera). Los que me han leído han sido, casi siempre o en su mayoría, personas a las que, no sé si tontamente o despreocupadamente (o dejándome llevar por mis ganas fervientes de que se sepa lo que realmente siento y pienso), he conocido hace muy poco (o no conozco del todo) y sin pensarlo mucho, les he confiado mis infidencias e indecencias, permitiéndoles juzgarme por mis palabras, sin que me conozcan por mis actos. Aunque a decir verdad, juzgarme por lo que escribo sea en mi caso mucho más prudencial y sensato que juzgarme por lo que hago. Quizá así, de ese modo negligente y poco reflexionado (muy adolescente), enseñándoles lo que escribo, se lleven una imagen o idea equivocada de mí (según creen ellos). Quizá algunos ya no quieran ser mis amigos o piensen que estoy loco o que necesito terapia (como me lo han dicho), pero así es como soy y podría decir que ese realmente soy yo. Esa faceta de mí, la de escritor (en proyecto), es en efecto mi verdadero yo. Ya que cuando me visto de escritor (¿Cómo se viste uno de escritor? ¿Existe ropa de escritor?), cuando me siento en mi butaca acolchonada y empolvada, cuando enciendo el ordenador y me desligo de lo que viene pasando a mi alrededor, cuando escribo esas miles de palabras sin sentido y que no llegan a conjugarse; realmente estoy siendo sincero (a pesar de las múltiples ficciones que se me topan por el camino).
Las pocas personas que me conocían vagamente por mis actos y que luego de haber leído lo que les he obligado (digámoslo con propiedad y sinceridad) a leer, han adoptado una impresión distinta de la que comenzaban a tomar de mí por mis actos y acciones como ser social. Es fácil advertir que soy uno cuando hablo con alguien, cuando como, cuando bebo, cuando bailo, cuando canto, escucho y converso; y soy alguien muy distinto cuando solo escribo. ¿Con qué ‘yo’ se debe quedar la gente? ¿A qué ‘yo’ debe la gente o los que me conocen hacerle caso? Creo sinceramente que la gente le debería hacer más caso al escritor y no al muchacho con el que conversan o toman un par de chelas (aunque al estar ebrio también existe la muy verosímil probabilidad que esté siendo muy sincero, quizás sin saberlo o poder evitarlo). El escritor dice la verdad (no siempre), el muchacho flaco a veces (muy a menudo) suele mentir para no quedar mal, para quedar bien con los que quiere quedar bien (o con los que debe quedar bien) y para que el mundo a su alrededor le sea más viable.
Algunos me han dicho que no pensaban que fuera tan romántico, luego de haberme leído. Otros me han dicho que no pensaban que fuera tan enfermo. Otros me sugieren terapia. Algunos otros no creen lo que escribo. Otros me dicen que debería dejar de copiar el estilo de otros escritores y crearme mi propio estilo, y ciertos otros luego de haberme leído ya no tienen ganas de volverme a leer. Sus comentarios los tomo todos para bien, no me molestan (hasta ahora no han llegado a molestarme al menos). Por el contrario, celebro que compartan sus ideas e impresiones de mí, aunque en algunos casos no sean las más precisas. Me reconforta la idea de que al menos lo que escribo es leído por alguien más que yo. Sin embargo, lo que me resulta un poco penoso es que del mismo modo, así como me he atrevido a confiarles mis infidencias a ciertas personas, no he podido hacer lo mismo con mis verdaderos amigos o mis mejores amigos, o los que más tiempo me conocen, o mis amigos más cercanos, como quiera que los llame. Quienes en estricto vendrían a ser los que menos me conocen ya que no conocen a mi verdadero ‘yo’. No han descubierto o ignoran esa faceta mía de escritor.
Quizá la culpa sea mía. Yo he sido el responsable de que esas personas casi desconocidas para mí, me hayan leído. Yo he sido quien, como ya he dicho, las ha obligado a leerme al enviarles correos electrónicos con algunos de mis escritos e incitarlos (o comprometerlos) a que me lean. Cosa que no me he atrevido a hacer con mis ‘mejores’ o ‘verdaderos’, o mejor dicho, mis amigos más viejos. Y la verdad es que no me he atrevido porque el riesgo es mayor cuando se trata de ellos. Mis mejores amigos me conocen hace más tiempo, me conocen más y a lo mejor al enseñarles mi verdadero yo, estaría traicionándolos o insultándolos como un padre que le confiesa a su hijo que no es su padre biológico a pesar que lo ha criado toda su vida. El sobresalto sería incontrolable (tal vez exagero). Se trataría de un tremendo ‘Plop’ digno de un capítulo más de Condorito. Acaso la reacción de mis mejores amigos, al leerme, resultaría canalizada en un rotundo What the Fuck? Mis mejores amigos tienen una idea ya elaborada, construida y reforzada de cómo soy. Ellos creen conocerme (no me conocen del todo). Al leerme, esa idea que tienen de mí, se va a desaparecer, empobrecer o distorsionar un poco (creo o me temo). En cambio, las personas que me han leído, han sido personas a las que he conocido hace un par de meses y quienes aun no han podido elaborar un veredicto consistente de mi real personalidad, por ello, al leerme posiblemente la decepción o la impresión que las asalte, no resulte ser tan lesiva ni letal como ocurriría con mis viejos amigos.
No es que no haya hecho esfuerzo alguno para que mis mejores amigos me lean (a lo mejor por ellos terminé creando cierto blog). Sino que esos esfuerzos no han resultado suficientes o los más idóneos como para que ellos sepan encontrar el camino que los conduzca hacia mi real identidad. Hacia cierto mundo bizarro que evidencia quién y cómo soy sinceramente. Quizá deba ser más directo (o tener las pelotas) y confesarles cómo soy. Quizá deba enviarles, como a los que me han leído, correos electrónicos con algunos de los improperios que terminado escribiendo luego de una buena borrachera. Tal vez deba dejarles el link de mi blog. O simplemente debería dejar de pensar que ellos son unos tontos, un poco lentos y que sí han sido capaces de advertir las carreteras que me he esforzado en remarcarles y señalarles con tinta roja en el pequeño mapa, que los conduzca hacia mi verdadero ‘Yo’. Quizá simplemente ellos así lo prefieren y no quieren saber cómo soy realmente. A lo mejor prefieren quedarse con el chico al que conocen de hace un buen tiempo ya, y no con el que les resulta difícil conocer (o reconocer) ahora que se me ha ocurrido escribir. Quizá simplemente no les interese leerme. Quizá no les guste leer. Quizá no me crean. Son muchas las razones, una más creíble como improbable que la otra.
A estas alturas, no me importa ya quién me lee. No importa si me leen mis amigos o no. Si me leen mis mejores amigos o simples compañeros de turno. No importa si me leen simples conocidos o puros extraños (como ocurre con el blog). No empecé a escribir por mis amigos ni para ellos. Lo que importa es que ya he comprado cierto ticket, ya abordé el avión, ya me abroché el cinturón, el vuelo ya tomó su curso, ha habido turbulencias, pero el viaje ya comenzó y es difícil bajarse del avión y ponerle fin a esta placentera travesía que es escribir lo que creo que debo escribir, lo que mi instinto guiado ciegamente por la pasión me dice que debo escribir. Mi pasión efervescente por escribir es tan grande que me resulta improbable que me detenga. No sé si sea bueno escribiendo (no me esfuerzo por demostrarlo). No me queda claro si mis amigos o mi familia me crean o me entiendan. Lo que me queda muy claro es que, a estas alturas, me resulta innegable dejar de escribir.
¿Escribo para que me lean? No.
¿Escribo por puro exhibicionismo? Puede ser.
¿Escribo para que me conozcan un poco más (o mejor)? No, realmente.
¿Escribo porque me apasiona escribir? Definitivamente.








Agosto de 2010.

This is it_hasta pronto alcohol...

Ya no soy el mismo de antes. Los años no pasan en vano, dice la gente vieja y la que empieza a hacerse vieja. Tengo tan solo veinte años (recién cumplidos). No soy para nada un viejo (no es que me sienta joven), pero puedo decir que, a juzgar por los evidentes cambios que ha sufrido mi menoscabada integridad, no es viable confiarse de mi precaria edad, sino de mi suicida y octogenario estado o aspecto corporal.

Ya está. Ya no soy capaz de hacer las cosas que solía hacer hace unos cuantos años atrás. He cruzado la línea de lo equilibradamente saludable y lo prudencialmente estimable, y ahora no puedo disfrutar más ya, de lo que realmente lograba liberarme de la tensión, de mis males (aunque a veces los agravaba), de mis pesares. El alcohol me ha sido prohibido a estas tempranas alturas de mi vida. Tengo tan solo veinte años ¡Dios! ¿Por qué me haces esto a mí? ¿Qué va a ser de mi vida sin alcohol embriagando mis venas y haciéndome menos ‘yo’? ¿Podré soportarlo? La vida es cruel y mis días de ‘pichangas’ han llegado a su fin. Este es el fin de mi viaje, la carretera se ha vuelto cada vez más angosta y ya no hay más camino que recorrer. Ya no hay más sustancia destilada que pueda soportar. Se vació la botella and This is it, como diría Michael.

No puedo tomar más alcohol. No es que yo así lo quiera, nunca he sabido decirle no al alcohol (siempre le he sido fiel a la bebida), pero ahora, a estas pueriles y precoces alturas de mi vida, tengo que decirle, en contra de mi voluntad, ¡NO! a cierta sustancia divina y emprendedora que solía darme felicidad y pericia al momento de escribir, por ejemplo.

Si bien no está dentro de mis planes dejar de tomar, mi cuerpo es el que lisia y comprime mis deseos e impide que tome siquiera una sola copa. Debo estar enfermo, debo estar mal del hígado o del estomago, no sé, yo no soy médico y no tengo intenciones de visitar uno. Ciertamente, si tengo intenciones de beber una sola copa de algún trago fuerte, mi estomago me lo impide, lo expulsa de mi interior, lo escupe, lo aborta sin asco. Tristemente, en estos momentos no soy capaz de ingerir una sola copa entera de cierta sustancia férvida.

Me deprime esta situación, soy muy joven como para privarme de los bienhechores y vehementes efectos del alcohol, pero mi cuerpo está dividido en partes y cada parte es ingobernable, es rebelde, y simplemente no puedo reducir las imperantes ordenes de mi hígado o de mi estomago, y el alcohol, no es más bienvenido en mi integridad, en mi cuerpo, en mis días grises, en mi vida.

This is it. El momento ha llegado y no hay nada que pueda hacer. No puedo tomar ni una gota más de alcohol, de hacerlo terminaría muerto en mi habitación, deseando que nada de esto hubiera pasado; como en este momento que vengo muriendo gradualmente, con terribles escalofríos, producto, creo yo, de una letal gripe que me ha asaltado y que es probable que se haya producido por ingerir alcohol cuando no debí haberlo hecho.

No es fácil decirle no al alcohol. No es fácil estar entre un grupo de amigos y ver que todo el mundo se la pasa bien tomando, cantando, bailando y embriagándose, mientras que tú yaces solo y agazapado, deseando poder ingerir al menos una copa de vino tinto.

No es nada deseable ver que tus amigos la vienen pasando bien al burlarse de ti porque ya no eres el mismo loco, estúpido de mierda de antes, que solía embriagarse y resistir más que todos, y hacer locuras tan increíbles como insuperables por los demás, al estar increíblemente ebrio.

Pero ahora el alcohol me da asco, no lo quiero, me produce nauseas. Mi momento ha llegado y a mí no me queda más que aceptar este terrible fallo condenatorio. Debí hacerle caso a las sugerencias de mis amigos más cercanos y dejar de beber tan frecuente y apasionadamente. Debí escuchar los consejos de ciertos aquellos que miraban escépticos mi futuro. El daño está hecho ya, y no hay que pueda hacer (por el momento).

Empecé a beber a los quince años cuando asistía al colegio. Si algo aprendí en el colegio, fue aprender a beber y a embriagarme. Cinco años han pasado desde mis primeras escapadas para embriagarme, y ya estoy listo para enrolarme en una religión que prohíba ingerir alcohol. ¡Qué triste va a ser mi vida sin alcohol! No me la imagino de ese modo. Sin embargo, las condiciones ya están plasmadas y al alcohol debo mirarlo de lejos, como si fuera un viejo amigo con el que tuve una gresca en el pasado y que ahora es preferible no mirar ni de soslayo.

Is this it? ¿Realmente debo dejar de tomar? Por mi bien creo que debo hacerlo. No es nada normal ni saludable saber que cada vez que ingiero una leve cantidad de alcohol, un mísero y pobre trago de cerveza, las ganas de vomitarlo todo, me invadan de pronto. No es nada saludable ver que por las mañanas me levante con unas fuertes ganas de vomitarlo todo (a pesar que no tengo nada en el estómago). No es nada normal ver que cada vez que cepillo mis dientes obtenga, también, ganas de vomitar, y todo eso, creo, es producto de haber bebido mucho.

Sin embargo, no es normal que yo siga o haga caso a lo que se me presenta como normal o lo que es más saludable para mí. Soy consciente que el alcohol me hace daño en este momento, pero se trata tan solo de un contraproducente momento y de una etapa gris (de sequía). Una infértil época transitoria. Todo pasa. Esperaré lo que tenga que esperar (no creo que sea mucho tiempo), y cuando sienta ya haberme recuperado, cuando mis ganas de vomitarlo todo hayan desaparecido, regresaré al combate, a la batalla. Regresare a hacer lo que más me gusta, beber un trago fuerte hasta más no poder, hasta llegar muy ebrio a casa, vomitándolo todo, escupiéndolo todo, zigzagueando o cayéndome, para luego terminar rendido sobre el frio piso de mi habitación, con el ordenador portátil acompañándome a mi costado, cegándome con esa luz enfermiza, recepcionando y almacenando las tergiversadas palabras que suelen aparecer solo cuando estoy ebrio.

Habrá que esperar no más…

viernes, 23 de julio de 2010

El Alcohol

Y qué más puedo hacer cuando regreso a casa muy tarde, o muy temprano por la mañana, luego de una casi interminable y sí muy acogedora y carnavalesca juerga en donde el alcohol ha tomado el protagonismo preponderante de la tarde o de la prolongada noche llena de energúmenos bailando danzas nunca antes vistas e indignas de la Lima decente y moralista a la que debemos rendir tributo y respetar nosotros los peruanitos come-caca; pues no me queda más que escribir. Y sí al escribir revivo todo lo mal que he vivido con esos energúmenos sedientos como yo, de alcohol barato y embriagador a la mala que no me llena sino de mala leche, de esa venganza por describir lo mala persona que soy, lo muy psicópata que puedo llegar a ser y lo muy jodidamente romántico que mi corazón así cree conveniente, ya que mi organismo no es uno solo y es más bien un conjunto de partes (robadas) autónomas y rebeldes que gradualmente me conducen hacia la muerte que sé que no me es esquiva por mi condición de realista y al mismo tiempo pesimista.
Y sí, vengo escuchando mi música, la música que me hace eternamente feliz, la música que hace que mi vida al menos luzca feliz; pero esa felicidad se muestra hinchada y dilatada, ya que estoy borracho y al estar alcoholizado lo único que quiero es escribir y expresar mis verdaderos sentimientos, los cuales no sé si resulten nocivos para la sociedad que me rodea o perjudiciales para mí mismo (que vendría a ser lo mismo). Aunque me duelan los pies por usar toda la noche esos zapatos de tacón de abogadito mediocre, y aunque me haya tenido que bancar el hecho de haber estado en esa reunión llena de chiquillos desconocidos, vestido de vendedor de libros ambulante, y aunque no haya puesto ni un céntimo para comprar el alcohol que se lo terminaron por tomar los demás hijos de puta que estaban en la fiesta, y aunque no haya podido tirarme a nadie, la sola existencia del alcohol barato y artesanal en mi interior, en mis vísceras, en mis venas, eso, hace que mi vida sea mucho más feliz o esperanzadora, eso me dice que aunque esté seguro que no voy a llegar a viejo, que no llegaré a ser feliz por completo, que no viviré lo suficiente para publicar mi novela; lo que vengo haciendo ahora, de joven, hace que mis días sean mucho más placenteros y que al mismo tiempo valgan (al menos) la pena.
¿Qué sería de mi vida sin el alcohol? Probablemente en este momento sería un nerd adicto a las computadoras y a los video juegos, probablemente no hubiera terminado de desembarazarme de mi familia, de los rudos y crueles brazos de mis miedos. Probablemente seguiría sintiendo vergüenza de mi sola existencia, probablemente me hubiera vuelto un ‘paja-brava’, probablemente no hubiera aprendido a bailar (o intentado aprender ya que me quedé en el intento), probablemente no hubiera conocido a tanta gente (entre buena, mala y muy mala), probablemente no estuviera escribiendo esto, probablemente estaría muerto en este momento. Y la verdad es que tengo sueño, he regresado de una ‘pichanga’ (que no es más que una guerra selvática en la que se busca saber quién es el que más resiste chupar). Tengo hambre, hambre de más acción, hambre de mujeres, hambre de más vida en mi pobre vida, hambre de más música reventándome los oídos, hambre de más locura, de más chela, hambre de más luces apuntándome en los ojos y cegándome temporalmente, hambre de mis ídolos y héroes de la música, hambre de una mujer que se sepa ser mi aliada y me acompañe y me sepa aguantar o sepa resigne a ser mi chica, sin que le importe lo mala persona que soy y lo muy mal amante que puedo llegar a ser.
Quizá el alcohol tenga realmente ese poder de revivir en mí esos deseos que no me atrevo a revelar cuando estoy sobrio, ese deseo de dejar de sentir vergüenza de mí, ese deseo de ser lo más sinvergüenza posible, ese deseo de ser un loco adicto a las aventuras, ese deseo de abandonar el hogar de mis viejos y mandarme mudar a vivir mi destino, a dejarme llevar al carajo. Ese deseo de convivir con alguien (aunque no lo crean), quizá ese deseo de tener mis hijos, ese deseo de dejar de ser un cobarde, el deseo de dejar de sentir miedo, ese deseo de ser menos autodestructivo, ese deseo de tener que dejar de estudiar algo que no me termina de convencer (por no decir que no me gusta), ese deseo de buscar el modo de regresar con mi chica, ese deseo de dejar de pensar en mi chica y conocer una nueva, una nueva que me sepa aguantar. Ese deseo de tatuarme el cuerpo, ese deseo de fumar drogas sin que me terminen atrapando (o sin que me terminen por gustar demasiado), ese deseo de ganar dinero sin tener que trabajar, ese deseo de ganar dinero escribiendo, ese deseo que tengo de tener algún día mi espacio en la televisión y llenarlo con buena música para que el Perú no tenga que ser un país tercemundista, ignorante de la buena música. Ese deseo de conocer Londres y disfrutar de un concierto de los Sex Pistols, ese deseo de hacerle una ‘rusa’ a una buena tetona, ese deseo de hacerle una ‘rusa’ a una verdadera rusa en Rusia. Ese deseo de pasearme por las calles llenas de ratas de Lima en mi BMW, ese deseo de no tener que preocuparme por el dinero, ese deseo de que mi cuerpo no me duela todos los días y por el cual soy un viejo atrapado en un cuerpo de un niño que no llegó a desarrollarse. El deseo de dejarme crecer la barba tan grande como para hacerme una trenza con ella, ese deseo de que mi novela algún día se publiqué, ese deseo de que mis amigos se acuerden de una vez por todas de mi cumpleaños y no me dejen llorando como todos los años. Ese deseo que no me permita ser como soy, el deseo de no tener que llorar y sufrir, el deseo de que el alcohol no se termine nunca y me permita seguir escribiendo como lo vengo haciendo ahora y aunque suene enfermizo e impresentable, es mi realidad y no sé si la entiendan. El deseo de ir a España y sacarme fotos con mi ídolo del futbol, Messi. El deseo de que nunca termine de sentirme orgulloso de la música que escucho y que muchos me critican, el deseo de dejar de ser muy exigente, el deseo de conseguirme a una chica que me sepa querer (creo que esto ya lo dije, pero es la urgencia que tengo lo que me hace repetir este anhelo), el deseo de que abandone el Perú, el deseo de ir a todos los conciertos de los muchos grupos que me apasionan y que me alimentan día con día. El deseo de que termine por afrontar mis males y perjuicios. El deseo que me permita llegar a ser un ser independiente, no un parásito. El deseo que me permita estudiar música, fotografía y literatura. El deseo de que de una vez por todas terminen de comprarme tortas de crema en mis cumpleaños (que casi nadie come ya que nadie se acuerda de mi cumpleaños), el deseo de prohibir que me siga creciendo descomunalmente pelo en todo el cuerpo, el deseo que me regalen muchos pares de medias por mi cumpleaños (amo que me regalen medias). El deseo que mis medias nunca se ensucien. El deseo que impida que las cuerdas de mi guitarra se oxiden, el deseo que me sepa valer por mí mismo, el deseo de encontrar a esa chica que no le importe nada, que no le importe amanecer debajo de un puente y sepa mucho de la vida y que me sepa guiar. El deseo que tengo de tener un programa de entrevistas en la televisión nacional. El deseo de jugar pelota como lo solía hacer de niño y cuando los huesos no me dolían tanto como ahora que muy viejo no estoy. El deseo de tener que dejar de levantarme temprano y dormir hasta muy tarde, el deseo que mi cuerpo no sea como el que tengo (a mal), ahora. El deseo que tengo de dejar de soñar con la muerte de mis familiares y que me hacen despertar a media noche llorando, el deseo de dejar de escribir esto que me hace parecer un psicópata, el deseo de que quienes lean esto no dejen de ser mis amigos por temor a que les haga algo malo. El deseo que me permita tener los cojones para mostrarle a todos (los pocos) amigos que tengo, todo lo que he escrito, todo lo malo o inhumano que he tenido que escribir cuando he estado (como ahora), ebrio. El deseo que tengo de no prescindir del alcohol para atréveme a escribir esto, el deseo que me permita bailar aunque no sepa bailar, el deseo de que mi chica solo me permita darle un último beso. El deseo de dejar de soñar y desear imposibles. El deseo de no preocuparme por nada.
El deseo de seguir escribiendo, seguir viviendo, seguir chupando y, que NO SE ACABE EL ALCOHOL.

Misfits - American Psycho

jueves, 22 de julio de 2010

Metallica - Fuel (live 2000)

Blogger

Mi Primer Concierto Punk

Es sábado, no hay nadie en casa, me he despertado a las dos de la tarde, he dormido mucho, la noche anterior ha sido muy agotadora. No hay agua en San Miguel, no tengo cómo bañarme ni asearme las pelotas siquiera, nadie se ha dignado a reservar un poco agua para mí. No tengo qué comer tampoco, no me han dejado nada qué comer, solo veo unos deprimentes huevos y jamón en el refrigerador, soy un inútil, no sé cómo freír un huevo. El hambre me mata, me resigno a dejar de ser tan inútil (al menos por ese día, o por ese momento ya que las circunstancias lo ameritan). Cojo un sartén, abro abruptamente los huevos, los vierto tontamente acompañados de generosas lonjas de jamón. El aceite por poco ha quemado mi piel. No ha salido tan mal, al menos no se me ha incinerado y su sabor no es del todo repugnable, me sirvo una taza de café bien cargado y trago (tal cual vagabundo) lo que tristemente he improvisado.
Recibo una llamada inesperada, es mi amigo Miguel, le respondo de mala manera, muy conforme no he quedado con cierto desayuno y peor aún, no hay agua con qué bañarme. Miguel me grita, no entiendo lo que trata de decirme, balbucea, vomita las palabras, le cuelgo. Miguel vuelve a insistir, esta vez, más calmado, me informa que hay un concierto en Los Olivos, a espaldas de un mega centro comercial. No sé de qué me habla, él insiste y me invita a que lo acompañe, le respondo que no es un buen día, que no he comido bien, que no tengo agua, que no tengo plata y que no conozco bien cierto lugar. Miguel me recrimina el ser tan aguafiestas e insiste en que lo acompañe, veo mis bolsillos, no me alcanza para la entrada, nunca he ido a un concierto Punk, hago tributo a mi pragmática forma de ser y me atrevo a aceptar sin medir mis límites, respondo que sí iré.
He quedado en encontrarme con Miguel a las cuatro de la tarde, son las dos y media, aun tengo tiempo necesario para reunir dinero, el problema es que no hay nadie quien pueda acudir a mi auxilio. Me resigno a acudir al concierto con lo poco que tengo. Aún tengo hambre y me siento sucio, no hay más qué comer y me siento impotente. Inesperadamente mi abuela llega y me habilita un delicioso almuerzo, me siento mucho mejor (no hay nadie que cocine mejor que ella), no me atrevo a pedirle dinero. Ahora, ya más satisfecho, solo tengo un problema, el agua. Me urge al menos lavarme la cara que está rellena de legañas y secreciones babosas producto del profundo sueño obtenido horas antes; hallo en la refrigeradora dos botellas de medio litro de agua mineral, sé que es muy poca cantidad, veo también varias cubetas con cubos de hielo, vierto el agua de las dos botellas en una jarra y también los enormes cubos de hielo, me creo un tipo inteligente, me admiro por haber tenido esa gran idea. Me dirijo al baño con la jarra que pronto se heló, me cepillo los dientes prudentemente con poca agua para no terminarla, le sonrío al espejo, mi sonrisa se ve bien, a continuación empapo mi rostro con el agua, es cuando confirmo lo idiota que soy. El agua está tan helada que es posible que se me haya helado el cerebro (si es que ya no lo estaba). Las manos me duelen, me tiembla el cuerpo, he sucumbido en la hipotermia, nunca he tocado agua tan helada como esa, me siento un tonto, un perdedor. A duras penas froto mi rostro con jabón y trato de terminar con ese sufrimiento lo más pronto posible. Me visto con ropas viejas y oscuras y, parto al encuentro de Miguel.
Me encuentro con Miguel en su casa, su perro me recibe y babea todo mi pantalón viejo. Abordamos un colectivo y llegamos a cierto mega centro comercial. No sabemos a ciencia cierta dónde es el concierto, nos dejamos guiar por la bulla, escuchamos un bullicio en un sucio garaje de portón azul, nos asomamos allí y advertimos que unas cuantas pocas personas se alistan para presenciar también un concierto, pero a diferencia de nosotros, ellos aguardan por un concierto de música folclórica. Salimos odiando ese lugar y riéndonos a carcajadas, a la distancia vemos a un grupillo de muchachos vestidos estrafalariamente: pantalones rojos o negros pegados, zapatillas negras enormes y polos muy diminutos con estampados extraños, sabemos que ellos nos sabrán guiar, los seguimos. Al fin, luego de caminar por varios arenales sin vida llegamos al lugar de nuestro concierto.
Aun es temprano, aun no ha oscurecido, nos vemos rodeados de gente muy rara, gente vestida y peinada inusualmente, nosotros desentonamos allí. Veo a chicas con las cabezas rapadas, algunas otras con los pelos verdes, azules, amarillos; chicos (la mayoría de ellos), con perforaciones y tatuajes en todo el cuerpo, no voy a mentir al decir que no me sentí un poco intimidado e incómodo pero del mismo modo sentía que estaba en el lugar correcto para mí. Miguel y yo no sabemos qué hacer, él sí tiene dinero para obtener su ticket, yo no; él tiene ganas de entrar, yo también, pero no tengo cómo. Nos quedamos parados en una esquina viendo a todo el mundo embriagarse y, esperando a que algo pase. Empieza a oscurecer, el concierto ya ha empezado pero la mayoría de gente se mantiene afuera emborrachándose con licores baratos. Miguel se muestra impaciente por ingresar, me mira de mala manera y me amenaza diciendo que si no hago nada para conseguir dinero, él entrará sin mí. Me aferro fuertemente a su pierna y le imploro que no lo haga, el sonríe y sé que no me abandonará.
Luego de un tiempo e inesperadamente, se nos acerca un tipo muy extraño, viste con un polo de rayas rojas y negras, una bermuda beige, unas botas enormes de cuero y trae el cabello hecho púas (paradas y tiesas con harto gel). Se nota un poco aturdido, desconcertado, con la mirada perdida nos pregunta dónde se puede conseguir alcohol, nosotros no lo sabemos y se lo hacemos notar. El tipo parte y nosotros continuamos en nuestra incertidumbre sepulcral. Al cabo de un rato muy breve, vemos al frente de nosotros a cierto tipo acompañado de otros tres sujetos y con botellas de una sustancia amarilla incierta. El tipo nos advierte allí, parados en medio de la nada y, nos invita a que nos unamos a su grupo. Miguel me mira de soslayo, sonríe pícaramente y acepta la invitación, yo lo sigo.
Al unirnos al grupo notamos que mucho no encajábamos allí. Estaban además del tipo extraño que se atrevió a invitarnos; unos sujetos no menos extraños que él. Uno de ellos usaba unos anteojos enormes que lo delataban como un mero nerd y, que tenía unos dientes enormes (lo que agravaba su apariencia estúpida), otro sujeto vestido todo de negro, que hablaba con un acento chistoso y que aparentaba tener más de cuarenta años. Estos últimos dos sujetos no se comparaban en lo más mínimo con el último de ellos, éste, era un hombre gordo, muy gordo, calvo, de labios prominentes, barba dejada al abandono, ropas anchas y sucias, zapatos enormes, hablaba como vomitando y, a pesar que usaba unos lentes viejos, no podía esconder la cruel distorsión de su mirada, esto es, era un notable y triste virolo. Un gordo virolo en términos generales.
Miguel y yo tratamos de no desencajar, tratábamos de intervenir en la conversación, pero siempre asentando con lo que los demás decían, sobre todo, con lo que el gordo virolo decía, ya que éste era un maldito cascarrabias que a cada rato expulsaba maldiciones e insultos crueles contra cada pobre de quien se acordaba. Era preferible no contradecirlo para evitar trenzarnos con él. El tipo de cabellos de púas (de quien nunca supimos su nombre), amablemente nos invitó del alcohol que ellos bebían (o se resigno a hacerlo). La botella no tenía etiqueta, descubrimos que cierto alcohol había costado tan solo dos soles, era una sustancia asquerosamente amarilla, como baba de alien y, lo peor de todo, teníamos que aceptarla para no quedar mal, sobre todo para no quedar como unos estirados frente al gordo virolo. Miguel se atrevió a beber del alcohol primero, al terminar me hiso un gesto con la mirada, como diciendo no está tan mal, pruébalo. Confiando vagamente en él y no teniendo escapatoria me atreví a beber de ese alcohol, me serví muy poco en un vasito de plástico y al probarlo noté que mucho a alcohol no sabía, por el contrario sabia a un refresco de sobre barato. No estaba tan mal, al menos con eso no me emborracharía ni terminaría por los suelos. Continuamos chupando, emborrachándonos débilmente y charlando, o rajando de todos los poseritos que se aparecían por allí. El gordo era quien tomaba las riendas de la conversación, era él quien decidía de qué hablar, de qué grupos hablar pestes, de qué grupos debíamos rendir tributo, y era él quien silbaba y piropeaba a las chicas mucho menores que él, que caminaban desinteresadas y presurosas por su lado. Miguel y yo solo hablábamos cuando debíamos hacerlo, evitábamos entrar en contradicciones.
El alcohol se llegó a acabar, urgía comprar más, hasta el momento nosotros habíamos estado tomando de lo que ellos habían comprado, moralmente o éticamente o diplomáticamente éramos Miguel y yo, quienes debíamos ir por más; lamentablemente no teníamos dinero ni para nuestras entradas, así que le cedimos la posta a quién amablemente se digne a comprar más. El gordo nos miraba con mala cara, claro, su cara nunca podía ser buena, siendo tan brutalmente feo y virolo. De todos modos se notaba su desaprobación hacia nosotros, quienes desviábamos la mirada para no agravar su enojo. El tipo que lucía muy mayor fue en busca de más de ese alcohol amarillo y nosotros seguimos tomando muy conchuda y jubilosamente.
El gordo tocó el tema, yo solo simulaba estar de acuerdo sonriendo hipócritamente. El gordo virolo comenzó diciendo que odiaba los colegios, que le traían malos recuerdos, que nunca se sintió a gusto en ellos, que desearía que no existieran, dijo además que detestaba a los padres por obligar a que sus hijos vayan al colegio y a aquellos quienes aun se resignan a ir sin saber lo perjudicial que puede ser para sus vidas. Era yo por supuesto uno de ellos, yo aun asistía al colegio y no me atreví a confesárselo. El gordo se atrevió a preguntarme qué pensaba de los colegiales, yo, muy sínicamente e hinchando el pecho, respondí que eran unos idiotas y, (tal cual el fragmento de una conocida canción) agregué: Al colegio no voy más; el gordo sonrió y me regalo una sonrisa algo ambigua.
Continuamos conversando y tomando, ya en confianza, nos atrevíamos todos, a piropear a las pocas bellas chicas que caminaban alrededor nuestro. Vimos cómo una chica algo ebria y vestida de ropa larga caminaba zigzagueando y esquivando al resto, la invitamos a unírsenos, ella se nos acercó, estaba muy borracha, a duras penas soltó una palabra aceptando el alcohol que le ofrecimos. Sin darnos cuenta, al volvernos hacia ella, ésta ya no estaba y con ella se había ido nuestro deprimente alcohol barato y con ella y con nuestro alcohol, el día también se fue y en reemplazo se apareció la noche. El alcohol se terminó una vez más, ya no queríamos más, ya era tarde, tres bandas ya habían pasado por el escenario y era momento de ingresar. El gordo informó que ya debíamos entrar, Miguel y yo desviamos la mirada y esperamos a que algo pasase. Los otros sujetos saltaban eufóricamente, se frotaban las manos frenéticamente y caminaban sonriendo dispuestos a entrar, el más viejo de ellos notó que nosotros nos quedamos parados, se acercó y preguntó qué sucedía, yo no me atreví confesarle que no tenía dinero para mi entrada, afortunadamente Miguel sí. El tipo sonrió y difundió la noticia, a nadie le importó mi desgracia, el gordo me miró con mucho más odio y continuó caminando ignorando la situación. Sin embargo, este tipo embutido en ropas negras pegadas, muy sonriente se ofreció a pagarme la entrada, yo salté de emoción, el gordo virolo desaprobó la acción caritativa de ese buen tipo. Noté en ese momento (o ya lo había notado, pero lo había ignorado), que cierto hombre maduro parecía ser algo gay, la forma cómo había estado conversando con nosotros, sus gestos no muy masculinos y cómo sonreía, lo delataban; por tal motivo y a manera de agradecimiento, le ofrecí un tierno y muy straight abrazo, él sonrió mucho más aun y pagó por mi entrada algo feliz. Me sentí muy afortunado por lo sucedido y antes de entrar al lugar, Miguel se me acercó y susurrándome al oído dijo: Sabía desde un principio que uno de ellos nos pondría la entrada; yo solo atine a sonreír, mientras un negro corpulento aguardaba para inspeccionarme y tocarme las pelotas antes de ingresar.
Ya adentro todo fue sensacional y memorable. Uno a uno fueron pasando las diversas bandas tocando lo mejor de su repertorio, unas mejores que otras. Fue mi primer pogo, Miguel aplaudía inverosímilmente al escuchar a un grupo llamado Anemia, se emocionaba al escuchar tocar una canción llamada El Panda. Bandas como 100 Wats, Inyectables, Sinfonía, Cuenta Corriente, Supersónica y Punk-A-Doll hacían que el ambiente esté cargado de euforia y de emoción mientras cuerpos sudosos se frotaban mutuamente bailando, saltando y propinándose ligeros golpes y patadas a manera de danza en tributo a las bandas que tocaban en ese momento.
Mientras tocaba Anemia, la banda preferida del gordo virolo, éste perdió su vieja gorra, el tipo que aparentaba ser un estudiante nerd de la UNI, perdió sus lentes, el tipo gay bailaba lentamente y empujaba al resto para no ser dañado, el otro tipo (el del cabello hecho púas), bailaba, saltaba, luchaba y pogueaba como un loco desquiciado, Miguel saltaba de emoción y yo me movía al ritmo de la música prudencialmente. Al terminar de tocar esta banda, todos nos encontramos en un determinado espacio fuera del tumulto de gente y, conversando y elogiando a esa banda, nos afincamos como patas. Intercambiamos correos electrónicos, revelamos dónde vivíamos, a qué nos dedicábamos (yo no revelé que era un estudiante), descubrí que el gordo trabajaba en construcción; nos pusimos de acuerdo para asistir al próximo concierto y al estar la siguiente banda ya en el escenario, corrimos en busca de más pogo.
Así pasaron más de cinco bandas más, cada pogo fue más emocionante y más brutal que el otro. Vi cómo un pobre y diminuto muchacho de cabello súper lacio y bien peinado, era cruelmente golpeado sin ningún remordimiento. Un sujeto corpulento y sin polo lo estaba maltratando a base de severos derechazos aludiendo que éste otro era un maldito Emo, yo me asusté y me alejé de la situación. En ese momento los emos aun no eran muy conocidos, había tan solo unos pocos, ahora pienso que lo que hacía ese tipo no estaba nada mal, sería bueno como una medida coactiva para eliminar a esas lacras.
Así llegó a su fin el concierto y mi primer concierto Punk, la última banda en escena era Punk-A-Doll que estaba presentando su nuevo disco, no nos quedamos a escucharla, ya había sido suficiente rock para ser felices. Todos salimos del lugar, afuera los demás muchachos que no lograron ingresar continuaban tomando y rompiendo botellas, a duras penas podíamos caminar, teníamos los cuerpos demolidos. Caminábamos lentamente comentando todo lo vivido, fue cuando llegamos a una calle en la cual varios travestis y putas nos esperaban o nos surcaban esperando a que nos decidamos por llevarlas a un feo hostal a cambio de míseras cantidades de dinero. El gordo, un maldito hijo de puta y, como era de esperarse, no tardó mucho en soltar insultos crueles contra esos hombres vestidos (inútilmente) de mujeres. ¡Oye, se te ve la pinga! ¡Qué buen paquete, tápatelo, se te nota! ¿Te has afeitado hoy? ¡Malditos cabros váyanse a joder a otro sitio!-gritaba demencialmente el gordo virolo, mientras nosotros expulsábamos fuertes carcajadas.
Llegamos al fin al paradero, nos despedimos por última vez, nos prometimos contactarnos virtualmente (ello nunca pasó), el tipo gay que me regaló el dinero para mi entrada se me acercó y, muy sonriente (y sin sentido), me sugirió que escuché una banda llamada Lacrimosa, no le presté atención y solo atiné a sonreírle. Fueron el gordo virolo y el tipo que lucía como un nerd quienes partieron primero, luego nosotros abordamos un colectivo mientras hacíamos adiós con la mano desde la ventana del bus.
En el bus solo tenía energías para quedar rendido, mientras miraba por la ventana a la gente pasar, pensaba que quizá esa noche haya tenido que prostituirme como esos feos travestis y putas que acabábamos de dejar unos metros atrás, que quizá haya tenido que alquilarme para poder ganar mi entrada para el concierto, que quizá haya tenido que vender una sonrisa falsa a ese tipo gay, que haya tenido que mentir para caerles bien, para no caerles mal, para que no me odien, y que haya tenido que usurpar mi verdadera imagen, solo para poder ingresar a mi Primer Concierto Punk.

Mi Chica Ideal

Si me preguntasen cómo sería la chica perfecta o la que mejor encajaría conmigo, no sabría qué responder. Soy muy honesto y claro al decir que soy un tipo algo especial, más bien difícil, casi extraordinario (en el mal sentido de la palabra). Me aburro muy rápido de la gente que me rodea, no soy muy afectivo. No sé ser un buen compañero, un buen amigo, un buen enamorado, un buen amante, y no me esfuerzo en serlo o demostrarlo. Detesto los matrimonios pero amo enamorarme. Detesto los matrimonios pero amo las uniones de hecho. Prefiero las uniones de hecho, pero no la que mantiene mi padre. Detesto los matrimonios y también disfruto al ver cómo se quiebran. Detesto los matrimonios pero hubiera preferido que mi madre se case. Detesto los matrimonios pero presiento que algún día terminaré casándome. Amo enamorarme, aunque a veces el enamorarme me ocasione severas y fúnebres decepciones. Amo enamorarme pero no que se enamoren de mí, ya que sé que al fin y al cabo ese amor no será correspondido del todo porque aun no he podido amar en serio y no creo que lo haga en un futuro cercano, ya que tristemente el amar para mí consiste tan solo en querer a alguien por unos cuantos meses.
Sin embargo si me preguntasen cómo sería la chica ideal para mí, allí sí sabría qué responder (o tendría al menos qué responder). Ya que la figura de la chica ideal posee o habilita ciertas licencias tan surrealistas como fantasiosas que nos permiten escapar un poco de la realidad, que nos facultan para burlar o boicotear las militantes leyes de lo que nos es o se presenta como real. Nos dan las prerrogativas necesarias e ilimitadas como para escabullirse entre los sueños más fervientes y a partir de estos, poder moldear o crear el prototipo de mujer que más te gustaría poseer o tener al alcance. La figura de la chica ideal es mucho más subjetiva, mucho más libertaria, es más flexible y se compara mejor con la moral que es (para mí), personal y divergente de lo que piensen los demás. En cambio la figura de la chica perfecta es un poco más militante y arbitraria, te limita a confrontar tu triste realidad (tus deprimentes reales-posibilidades de saber quién es mucho más factible de estar con alguien como tú), con los factores externos que te rodean, como son tu familia, amigos, vecinos y demás obstáculos y barreras del bello y vago ilusionismo (propio del idealismo imperante en la figura de la chica ideal).
No soy como los demás muchachos que en lo único que se fijan es en el culo o senos o exuberancias calenturientas de las chicas. Para mí, lo primordial, aunque suene algo estúpido, algo tonto y deprimente, radica en dos cosas (físicamente hablando): En el rostro y en el cabello de la chica.
Es evidente que lo primero que le ves a una chica es la cara, y eso es lo que prima (en mi caso) al momento de examinar a la chica que me interesa. Un buen rostro vale más que un muy bien formado trasero, aunque al momento de estar en la alcoba, esta preferencia resulta un poco inexacta. A lo otro que me refiero acerca de mis gustos en una chica, es el cabello. Puede sonar demasiado estúpido, sin sentido, innecesario y absurdo pero, en mi caso, me encantan las chicas que poseen un cabellera larga, lacia, oscura y bien cuidada. Las chicas que tienen el cabello largo, de color negro (bien negro acompañado de un generoso brillo), y lacio, simplemente me vuelven loco. No sé si se trate de un estrambótico fetiche, pero ciertas chicas con ciertos requisitos físicos me pueden llevar a la locura perpetua. Me gustan mucho las chicas que se preocupen por mantener bien cuidado su cabello.
Evidentemente existen otros factores físicos que intento buscar en una chica, como que sea delgada, no muy alta, no muy bronceada y en el mejor de los casos que tenga tatuajes por todo el cuerpo y unas cuantas perforaciones no tan notorias.
Ahora bien, hablando de mi chica ideal en el aspecto referido a su forma de ser y de su personalidad. Soy aun más ajeno al común del resto.
Se sabe que soy una persona algo mediocre, que vivo creyendo que algún día podré ser diferente y que podré ser feliz siendo como todos los rock stars a los que idolatro estúpidamente. Intenté mantenerme en una banda de Punk-Rock que integré con unos cuantos amigos que conocí y que ahora no veo muy seguido, pero desafortunadamente ello no funcionó, integré unas cuantas otras bandas más, todas ellas sin ningún resultado satisfactorio, evidentemente. Es justo que se sepa que la música (en especial aquella que se deriva del Rock) me apasiona, me vuelve loco y que me emociono y cierro fuertemente los ojos todas las noches al estar con las luces apagadas en mi habitación, camuflado bajo mis sabanas mal olientes, a horas en las que todos duermen, todos menos yo, ya que estoy dopado, sedado, como drogado bajo los encantos inverosímiles de la música chillona que proviene de mis sacrosantos auriculares que tanto bien me hacen. Y es que siempre soñaré con tener una verdadera banda de rock y que gravaré reconocidos sencillos y que seré famoso y que luego mandaré todo al carajo, abandonaré esa vida despreocupada e inestable para más tarde, cuando sea viejo, tener qué contarles a mis hijos y nietos (si llego a tenerlos). Eso demuestra claramente lo mediocre que soy. Sueño con ser alguien que nunca seré y sueño cosas que al fin y al cabo resultan muy improbables (quizá por ello es que prefiera la figura de la chica ideal en vez de la figura de la chica perfecta). Y es justamente allí, donde radica mi gusto hacia ciertas chicas excepcionales. Mi prototipo de chica ideal. Me encantan las chicas que conforman bandas de rock, que visten sin mucho ánimo, y que se mueven a su modo o en contra de la corriente. Sería perfecto estar con una chica que integre una banda, una chica que se mueva dentro de las estériles corrientes del rock subterráneo, una chica sin escrúpulos, una sinvergüenza a quien no le importe nada ni nadie, una chica que no se preocupe de donde le agarrará la noche ni donde terminará parando. Estando con una chica así, quizá pueda suplir mi anhelo de ser cómo siempre quise y nunca podré ser, un maldito y pobre rock star lorcho. Podría ver en ella ese gusto que nunca pude darme del todo y me sentiría feliz, agradecido enormemente de ser parte (de algún modo) de su vida, de su mierda, de su sinvergüencería, de su rebeldía. Ver en ella ese deseo de vivir de la música, esa certeza de no estar seguro de nada, ese anhelo por vivir sin preocupaciones ni reglas, me llenaría de regocijo y satisfacción.
Es una noche extraña (como todas mis noches). He tenido una reparadora siesta en la tarde, me he despertado (ya por la noche) de muy buen humor. He despertado con ganas de ser lo más loco posible, tengo ganas de saltar, de bailar, de cantar, de fingir ser un guitar heroe, tengo ganas de tocar batería; me rio de las cosas que pasan en la televisión local (en realidad todo lo que pasa en la televisión local es siempre deprimentemente chistoso). Sin embargo ese regodeo es pasajero y llega a su fin fugazmente, en la noche (más tarde), he tornado a sentirme deprimido sin razón alguna. De estar tan feliz ahora me muestro sin vida, no tengo sueño, eso me pone de mal humor, reboto en mi cama, cambio de posición y no logro entrar en trance (lo que equivale a quedar profundamente dormido), miro al techo, a mis paredes empapeladas de posters, a mis libros, a mis viejos y piratas discos, no puedo dormir. No sé por qué estoy así de abatido, no ha pasado nada que haya conspirado para sentirme tan mal. Empero, ello no me sorprende, en las noches permuto de ánimo con mucha frecuencia; mis auriculares están conectados a mis oídos, escucho el EP de un grupo que se llama Metadona, no logro dormir (siempre utilizo la música de mi reproductor portátil para quedarme dormido). Es cuando me invade cierto deseo por escribir. Me imagino a Sandra (vocalista, genial de ese grupo), y veo en ella a mi chica ideal. No digo que me guste físicamente Sandra (muy agraciada no es), pero es, simplemente sensacional. Su voz ambigua hace que deseos locos se crucen por mi mente, esa voz que llegué a confundir pensado que le pertenecía a un chico cuando la escuché por primera vez hace ya unos años atrás, me embriaga de demencia. Escucho sus canciones en Metadona, escucho sus canciones en Atómica, cierro los ojos fuertemente, los aprieto y la veo (o me imagino verla), cantando para mí, bailando para mí, siendo parte de mí. Me digo que una chica como ella sería la ideal para mí (no físicamente), no hay chica perfecta para mí porque nadie es perfecto y menos yo que soy algo imperfecto o inhumano, mejor dicho.
Coreo sus canciones susurrando para que nadie me oiga, siempre con los ojos cerrados, me muevo con tal frenesí en mi cama, que rechina por la fricción, mi depresión lentamente comienza a desvanecerse, se extingue gradualmente al escuchar y ver (en mi mente, al menos), a cierta chica excepcional ligada al pobre y satisfactorio rock nacional. He vuelto a sentirme cojonudamente bien, mis ganas de bailar, de cantar, de saltar se regeneran positivamente. Me pongo de pie, son las tres de la madrugada, todo está muy callado, bailo y salto en medio de mi habitación, en medio de mi soledad y en medio de la oscuridad profunda de la noche. No me siento solo ya que las canciones de Sandra me acompañan, ya que ella acompaña mis deseos, ya que la música me acompaña, ya que mis deseos y anhelos me acompañan y me dan fuerza. Me muevo como un loco al ritmo de la música, me veo en el espejo, no se puede ver mucho, está muy oscuro, solo veo reflejada mi sonrisa verídica y desequilibrada, me rio sin razón. Siempre con las luces apagadas, me agacho y saco una botella de vodka que he tenido a buen recaudo, escondida tontamente por allí, me sirvo un par de copas, es fuerte ese trago, sabe a pegamento y me quema la garganta. Siento que amo a esa chica, que amo a Sandra, siento que la amo por ser como es, por la música que hace, por cómo canta. Siento que una Sandra en mi vida me haría mucho bien, prendo mi ordenador portátil, escribo mi inútil contraseña, me sirvo un trago más de vodka, lo tomo de una y comienzo a escribir. Al terminar, casi a las cuatro de la madrugada, pienso: Estoy esperando por una Sandra así, en mi vida.

LA MÚSICA, MI VIDA

Para muchas personas comer rico, dormir plácidamente y tener buen sexo son cosas indispensables en la vida o son, en todo caso, tres placeres que hacen que la vida sea mucho más satisfactoria, atractiva, provocativa y feliz. No tengo por qué desmentir o boicotear egoístamente ciertas obvias y razonables preferencias humanas. La buena comida comprende un placer que hay que saber entender, disfrutar y valorar, el dormir bien (especialmente para un vago consumado como yo), resulta eternamente importante e ineludible para poder vivir, y es que al dormir por largas horas y al soñar ser alguien que no soy (alguien mejor) y luego al despertar, siento (siempre) que vuelvo a la vida, que regreso al mundo pero como alguien regenerado, modificado, editado, al despertar siento que se han borrado todos mis errores, que se han extinto mis males y pesares y que he vuelto a nacer pero como una edición remasterizada de la anterior que fue mal hecha o que se fue afeando o atrofiando con el tiempo, con la vida; y el sexo sin lugar a dudas procura sublimes y celestiales sensaciones de placer tan inigualables como adictivas, muy difíciles de obviar, pero quizá me gustaría agregar una cosa más que, en mi caso, me es imprescindible en la vida, la música.
Y es que no sé realmente cómo me llegué a enamorar de la música, porque eso es lo que estoy, estoy profundamente enamorado de mi música, de mi música que guardo con rígida vigilancia y sofocante (y nada modesto) orgullo en el ordenador, y que disfruto con sumo júbilo a cada momento, cada día. Creo que ese calor y ese amor por la música siempre estuvieron dentro de mí, pero que a mis tempranos años de vida, me resultaban aun ignorados o poco explorados y explotados. No fue hasta la etapa dorada de mi vida, esto es, hasta mis preciados, añorados y ahora recordados con nostalgia, quince años de edad que la llama infernal, el deseo insaciable y la lucha interminable por conocer y disfrutar idóneamente de la música, me asaltaron de pronto, violentamente, para no soltarme ni darme tregua nunca jamás, y no dejarme rendir hasta que mis días se agoten y no tenga cómo seguir ahogándome masoquistamente entre ese mar de dimensiones inagotables y placeres infatigables que comprende el amor excéntrico por la música.
Y es que empecé a cogerle cariño, a tenerle respeto y amor (un amor loco, obsesionado) a la música, cuando quince años habían pasado por mí. En esa etapa dorada en la que entre otras cosas, me inicié como un ser pensante y desafiante. Me inscribí en unas algo infértiles clases de guitarra de las cuales nunca olvidaré que siempre quise golpear y reventar mi guitarra negra acústica en la cabeza de ese maldito hijo de puta que explotaba conmigo cada vez que me negaba a tocar lo que él quería enseñarme. Y es que siempre fui algo rebelde y nunca me gustó hacerle caso a los perdedores (eso sí hubiese resultado muy humillante, un perdedor como yo, rebajándose mucho más haciéndole caso a otro perdedor). Y me negaba a tocar los clásicos peruanos y refutaba cada vez que nos hacía tocar lo que todo el mundo debe saber y lo que todo el mundo quiere aprender o lo que él quería que todo el mundo desee saber o creía que debía aprender. Y es que nunca quise lo que los demás querían tocar, yo quería que me enseñase lo que yo quería realmente aprender, y quizá por eso se terminó hartando de mí, de mi actitud hostil y rebelde hasta el punto de no querer enseñarme más, hasta el punto de terminar odiándome. Quizá por eso se negó a seguir a mi lado en esa búsqueda terca y firme por descubrir lo que realmente procure felicidad, y no tuve más que salirme, pero con la mirada en alto, de su clase llena de mediocres, fracasados y lame-culos que se emocionaban cuando les salía cualquier punteo barato de una de las muchas paupérrimas canciones de los bastardos de Maná.
Afortunadamente mi suerte no me fue esquiva y quizá mi destino estaba así escrito y tuve para bien, conocer a unas cuantas personas que ayudaron (y mucho) a que prosiga en esa búsqueda precoz y torera por saber más de la música, de la música que a mí me gustaba, de cierta música que me llamaba con esa voz sensual y tentativa y que me enamoraba con cada acorde de quintas; no de esa música que los demás querían imponerme militantemente. Comencé a comprar disco tras disco, en muy poco tiempo me supe bueno para la guitarra, sufrí un orgasmo (o un placer casi sexual) al quedarme hasta muy tarde repitiendo una y otra vez cierto documental de más de cinco horas de mis ídolos y padres del Punk-Rock mundial, The Ramones. Pasé horas de horas navegando la web indagando acerca de las bandas que comenzaban a llenar agresivamente ese vacío en mi interior, esa sed sagaz por la música. Integré un número de bandas y de la mano de ciertos buenos amigos, pudimos practicar, rendir tributo a las bandas que nos gustaban, componer un par de temas, sufrir, llorar, reír y armar tocadas improvisadas en otro número de salas de ensayo, parques, casas y lugares recónditos, en donde era sumamente feliz.
Lamentablemente mi condición innata de vago (y parásito) terminó jugando en mi contra (como casi todo en mi vida), y produjo que ese placer por producir música se extinguiera fúnebremente, y no quise más asistir a los días de ensayo, no quise ver más a mis amigos, no quise más seguir unos cuantos repetidos acordes, llegué a sentir que ciertas canciones de tres acordes habían consumido ese sublime placer inicial, termine por desligarme de los ensayos, del sudor de las prácticas en habitaciones pequeñas y pobremente iluminadas, y caí rendido, luchando por reptar y alejarme de los pies ganadores del ruido estridente de los amplificadores a menos de medio metro. El hacer música ya no me producía placer como antes, más bien se había tornado en un fastidioso sacrificio. No quise más hacer música, no quise más tocar ni la guitarra, ni el bajo ni la batería. Mi padre, mi condición de vago y conformista, la universidad y la rutina gris de mi vida, conspiraban brutalmente en mi contra para que me divorcie de quien había logrado que mi vida se haya vuelto tan venturosa y jodidamente optimista. Mi padre luchaba en decirme que la música no me iba llevar a nada, me apestaba tener que tocar el bajo y hacer covers de otros grupos que siempre salían mal y que siempre me terminaban por frustrar más, la universidad acaparaba todo el poco tiempo que tenían mis días y mi vida en sí era incompatible con ese deseo delirante (o sueño sacrificado), por hacer música. Sentí que era el fin, que tendría que dejar la música y asentar cabeza como todo huevón y aceptar (o resignarme) a mi nueva vida, a mi vida en progreso de abogadito.
Pero nunca pude desembarazarme por completo de la música, siempre estuvo inherente a mí y yo siempre estuve inmerso en ella, ahí, debajo de sus piernas, entre sus faldas multicolores y brazos acogedores. Ya no puedo producir música, siento que no sirvo para eso, siento que si vuelvo a tocar en vivo estaría traicionando mi esencia de desvanecido e indeciso y que estaría tocando sólo para hacerme paso, para zafarme de la situación. El tocar un instrumento ya no me provoca. No fui nacido para componer ni para hacer buena música, pero eso no me exime de disfrutar de ella evocándome tan solo a escucharla cuando me dé la gana, esto es, a cada minuto o segundo de mi vida. Y es que la música persiste siempre en mí, mi día comienza con Fuel de Metallica reventándome los oídos en la alarma muy temprano por la mañana, mientras me baño escucho todo el How Could Hell Be Any Worse? de Bad Religion, mientras desayuno vengo escuchando a The Ramones, The Misfits me acompañan en el bus, Metallica retroalimenta mis sufridos y subyugantes días universitarios, The Cure me auxilia mientras leo, Asmereir me escolta de regreso a casa, Metadona y Atómica me saben acompañar al ver la televisión y muy tarde por la noche un popurrí o un compendio de los grupos o canciones que más me mojan me ayudan como una madre al cantarle una canción de cuna o al leerle un cuento a su hijo, a dormir (o morir temporalmente) mientras me pierdo tras los sonidos tan inverosímiles como bienhechores que vomitan mis auriculares.
Y es que soy muy feliz cuando me pierdo tras los sonidos insanos de mi música, ese deseo de que el disco nunca termine de sonar, esa ambición enfermiza por poseer toda la música que me sea posible e imposible, ese apetito voraz por asistir a todos los conciertos de mis grupos favoritos, ese sueño algo tonto y absurdo que persiste siempre en mí de conocer, abrazar y sacarme miles de fotos con mis ídolos y héroes de la música, esa ambición desequilibrada y utópica de conocer a esa chica indicada que se sepa mi aliada en esta búsqueda interminable y que me sepa guiar por los senderos de la música aun ignorados o desconocidos por mí; rebalsan descaradamente mi cuerpo de un chispeante e incontrolable goce carnavalesco vitalicio. Y cuando escucho detenidamente a mis grupos e imagino y sueño que estoy con ellos, que comparto el escenario en frente de grandes masas, que la gente disfruta al escuchar tocar a mis grupos y que yo disfruto con ellos, eso hace que la vida valga más la pena (o que simplemente valga). No importa que mi familia no entienda ese amor loco por la música, quizá estén celosos de que ame más a la música que a ellos mismos, quizá nunca terminarán de enfadarse porque siempre deben repetirme más de dos veces las cosas ya que no los he escuchado porque tengo los auriculares reventándome los oídos, quizá mi madre nunca llegué a olvidar cierta travesura adolescente que cometí cuando utilicé el dinero de mis estudios para comprar un ticket para ir a ver a Metallica presentándose por primera vez en Lima, quizá mi padre piense que soy un vago (adjetivo que no escapa de mi realidad) y que la guitarra no me dará de comer en el futuro tanto como la carrera de Derecho, quizá nadie llegue a entender por qué siempre paso más tiempo sólo y encerrado en mi cuarto escuchando música que compartiendo el tiempo con ellos. No me importa lo que piensen de mí. No me importa si llego o no a importarles. No me importa si esta búsqueda sea buena o mala, productiva o absurda, feraz o inconsecuente. No me importa si hago bien en querer de esta manera tan loca y desenfrenada a la música. No me importa si hago bien o mal en dejarme llevar por mis sueños. No me importa si llegue a vivir por largo tiempo o morir mañana mismo. No me importa nada en cuanto tenga a la mano cualquier adminículo reproduciendo mi música a todo volumen y haciéndome los días más felices.





Marzo, 2010.

Chicks In Summer

Particularmente el verano es la temporada del año que mas detesto o que más infeliz me hace. Es detestable porque no hay cosa más odiosa en el mundo que estar asechado sin tregua por ese demoniaco sol ardiente que caga al mundo. En verano es imposible no estar sudando todo el día, hay que cambiarse de ropa a cada momento, no se puede salir a la calle, tu piel se tiñe de un color oscuro indeseable que es muy probable que sea perpetuo, no hay sombra, no hay aire fresco, el aire viene caliente, todo está caliente. En verano todo se torna caliente, todo viene caliente y la calentura (como es obvio) también se vuelca sobre nosotros los jóvenes. Lo único rescatable acerca de esa temporada del año es que en verano la fealdad parece atenuarse o esconderse, como maquillarse. No sé si solo yo lo he notado pero, al parecer en verano todas las chicas se ven más buenas, más apetecibles, como más atractivas. Puede ser que las chicas se vean mucho más lindas o atractivas, o es que en verano las chicas mas lindas que se encontraban invernando o pernoctando por un largo tiempo, salen para deslumbrar con su belleza en esa época del año calurosa, o es que por una razón inexplicable (y muy incierta como improbable), las chicas que son, más bien, desgraciadas, no muy lindas o simplemente feas, gracias al verano ya no lucen tan feas o lucen menos feas. Quizá se deba todo al calor descomunal del verano. El calor hace que se usen ropas más ligeras, ropas que dejan al descubierto parte de la integridad física de las personas, y quizá con una buena minifalda o un buen top que despierten la creatividad imaginaria de todos los muchos arrechos que habemos por el mundo; la belleza del rostro puede quedar de lado (todo esto si es que estás arrecho). Quizá se trate de una mala o inexacta percepción de la realidad. Quizá se trate de un error, de una falsa representación de la realidad pero, en verano me es mucho más fácil encontrar o toparme por la calle con chicas lindas que con chicas feas que son mucho más frecuentes en el invierno por ejemplo. El tan delicioso y llevadero invierno que es mi época favorita del año (desafortunadamente).
Sin embargo, para que el presente estudio sea considerado como una hipótesis científica (si cabe), urge la necesidad de puntualizar ciertas aclaraciones, como la real distinción que se rige entre las chicas que son lindas y las que son simplemente atractivas. Las primeras son mujeres que se caracterizan por una belleza irreprochable. Son en términos estrictos (y también latos), bellas. Bellas de rostro (esencialmente). No necesariamente portadoras de un buen cuerpo (ello no es indispensable, no le es exigible), sin embargo, es muy viable que sean mujeres de rostro delicado y hermoso, y que también tengan un cuerpo delgado y bien cuidado. Es decir, el ser bellas no las exime de mantener un cuerpo atractivo. Las chichas son mas lindas si tienen el cabello largo y lacio (a mi modesto modo de pensar, y resaltando mis preferencias). Por otro lado, las chicas atractivas se caracterizan principalmente por su buen cuerpo. Un cuerpo delgado, tonificado, bien cuidado, todo en su sitio. No necesariamente son portadoras de un rostro bello, ya que si fueran bellas, estarían dentro del clan de chicas lindas, y no habría distinción alguna.
Tampoco no hay que ser tan positivistas, ni diplomáticos y ver todo color de rosas. Eso no me caracteriza, soy más bien alguien mezquino y cruel y tengo que decir que, a pesar de que en verano la posibilidad de ver chicas lindas y atractivas es mucho más probable y la fealdad parece atenuarse, resulta justo decir, también, que no todas sufren este cambio o transformación bienhechora. Es decir, no siempre todas lucen lindas o atractivas (según sea el caso), o no a todas se les puede camuflar su obvia fealdad. Existen unas cuantas (muchas) personas (chicas y chicos) feas que ni siquiera en verano lucen atractivas (yo me incluyo en ese grupo) y mucho menos pueden llegar a lucir bellas. Eso es imposible. Estas chicas aunque se pongan las putifaldas más diminutas del mundo, aunque usen los tops más provocadores o los bikinis más inescrupulosos que se puedan imaginar, no van a llegar, siquiera, a lucir atractivas, o si lo logran, ese atractivo se va a perder o distorsionar por su obvia y remarcada fealdad facial o corporal en la mayoría de los casos, considerando lo bien que nos gusta comer a los peruanos.
En conclusión: Existen chicas lindas, que son chicas casi perfectas y que en verano lucen mucho más bellas aun. Existen chicas que no llegan a ser bellas pero por sus exuberantes cuerpos y, especialmente en verano, lucen atractivas. Las chicas lindas pueden también ser chicas atractivas, pero para las chicas atractivas es muy difícil llegar a ser lindas; y por último, existen chicas feas que no tienen arreglo alguno, que están perdidas, sentencias y destinadas a su mala suerte.
Resulta más que obvio decir que lo que todo hombre busca es que una chica linda se le cruce por el camino ¿no? De no darse el caso, al menos que una chica atractiva se nos cruce por el camino, pero de ningún modo una fea.

Messi....El Dios del Fútbol

Y a pesar que he tenido un mal día, que la universidad ha terminado por avinagrar mi humor, que no he comido bien, que mi pie izquierdo ha sangrado por todo lo que he caminado, que el equipo del que soy hincha no ha obtenido un buen resultado por La Libertadores, a pesar que no he podido ligar con cierta chica que me tiene loco, a pesar de mi vida; al prender la televisión y al ver cómo ese monstruo enano y omnímodo, con la diez en la espalda, driblea y deja tirados en el gramado a sus adversarios para luego con un potente disparo concretar un golazo y desatar la euforia de la multitud; mis pesares y mi mal humor parecen diluirse y tornarse en un maravilloso, bienhechor y reparador estado de satisfacción tan genuino como surrealista.

De niño mi padre fue quien procreó en mí ese deseo y esa pasión férvida por el fútbol, desde aquella vez cuando tenía tan solo siete años y me llevó al estadio Nacional para ver a la “U” enfrentar al San Lorenzo de Argentina por el torneo internacional. Y a pesar que me asusté por el grujir embravecido de miles de energúmenos, todos vestidos de crema que gritaban y coreaban una misma simple sílaba (U), a pesar que di unos cuantos saltos asustadizos debido a las sonoras explosiones de los fuegos artificiales en el aire, a pesar que la gente a mi alrededor se pegaba y danzaba como empujándose y se comunicaba en un vocabulario muy poco articulado y sí muy grosero y soez, a pesar que el baño estaba inundado y mal oliente y no pude orinar y evacuar todas las Coca Colas que había bebido, a pesar de todo ello; desde ese día sentí que ese sentimiento, ese fuego abrasador, esa sed poseída y esa pasión deslumbrante, me hermanaba con ese deporte de veintidós bípedos correteando y pugnando por el control de un mismo y único balón.

Y cuando veo a los miles de hinchas puestos todos de pie, vistiendo sus camisetas azulgranas, saltando, gritando, llorando y rindiendo tributo al dios que es Messi tras sus cuatro goles frente al poderoso Arsenal de Inglaterra por la Champions League, en su casa, en el Camp Nou; entiendo y compruebo que el futbol le hace a millares de personas la vida mucho más feliz. Entiendo que a mí personalmente me hace la vida mucho más feliz y que aviva y agita ese sueño que tengo de ir hasta España, de viajar hasta Barcelona, comprar mi ticket cueste lo que cueste, ingresar al Camp Nou y estar lo más cerca posible de mi ídolo y héroe argentino del fútbol que es tan sólo dos años mayor que yo pero que es más virtuoso que cualquier simple mortal en este mundo.

Al ver en las repeticiones en cámara lenta, cómo ese humanoide virtuoso o ese semidiós pundonoroso o ese dios íntegro tal cual, deja muy mal parado a sus pobres e indefensos rivales, se apodera del campo de juego, despierta el ánimo de todo el mundo (incluido el técnico del equipo rival), jugando con el balón ahí, muy pegado a los pies, corriendo como un niño, con su estatura muy resumida, haciendo goles extraordinarios y luchando cada pelota hasta el último segundo del partido, para luego al final del encuentro llevarse el balón de recuerdo tras su hazaña heroica y sacarse fotos con quien se lo pida humildemente con la cabeza gacha; me hace pensar que los sueños no son del todo imposibles de lograr y que los héroes no solo se pueden ver en los dibujos animados o en las películas cargadas de explosiones. Messi es un héroe y es de otro planeta. Messi no puede ser un simple mortal. Messi es un dios y hay que saberle rendir tributo.

No Pasaré los 40

Cuando comenté que cierta persona había sido bendecida por haber vivido hasta los cincuenta años, todos me miraron asombrados, atónitos y sobretodo muy contrariados, como odiándome.
Me encontraba pasando el verano del 2010 en casa de mis abuelos en Máncora, particularmente detesto el verano; en Máncora el verano es mucho más insoportable e infernal que en cualquier otro sitio pero la grata, reconfortante, bienhechora y acalorada sensación de ver toneladas de chicas lindas con sensuales bronceados, exuberantes cuerpos y caminando en diminutas ropas de baño, hace que sea un poco más tolerable y que den ganas de ir. Así pues, en contra de mis prioridades, me habían terminado convenciendo a que me mudara por un par de semanas a ese lugar de temperaturas satánicas y de aspecto muy jodidamente próspero y samaritano.
Había bebido mucho, las cervezas no pueden resultar más deliciosas y refrescantes como en un verano mancoreño. Había un cúmulo de gente que me doblegaba o hasta triplicaba en edad pero, muy a mi estilo, esto es, hablando con el pecho henchido, la pierna derecha cruzada, la mano en el mentón, fingiendo una voz varonil impropia de mi edad y de mí, utilizando palabras rebuscadas, palabras indescifrables, lenguas foráneas e inusuales y, sonriendo discretamente, sin exagerar; había conseguido filtrarme entre toda esa gente vieja. Había conseguido que todos me mirasen y escuchasen con suma atención, como si escucharan el sermón de un cura en un domingo por la mañana, como si se tratase de alguien importante, como si escucharan a una joven gran promesa, a un chiquillo con un gran futuro, al futuro presidente de la nación (que tan lejos estoy de todo eso). Y en realidad yo solo hablaba de meras estupideces sin sentido pero que, gracias a cierto “estilo”, me las había ingeniado para adornar mis articulaciones y lograr embellecer la situación, para burlar la realidad y hacer recaer en error a todos mis oyentes (que no eran pocos).
Una vieja loca, arrecha y pituca, que según ella se sabía mi tía lejana, no demoraba en tocarme sutilmente la pierna izquierda de rato en rato y mirarme de soslayo, muy coqueta ella, cada vez que yo citaba alguna frase de contenido absurdo y estúpido pero muy bien adornado para que sonase sabio y acertado.
La situación andaba bien, mi papel protagónico de político consumado convencía a cuanto casquivano estaba presente. Todos me miraban atentos hasta que me atreví a decir que cierto hombre había sido bendecido por Dios al haber vivido hasta unos respetables y vastos cincuenta años. Las sonrisas se desdibujaron de sus rostros (malformados ya, por los inverosímiles y extraordinarios efectos del alcohol). Mi tía, la vieja arrecha dueña de un hotel cinco estrellas en Máncora, me miró contrariada y, sin desaprovechar la oportunidad (una vez más) de tocarme la pierna izquierda, preguntó:
-¿Por qué dices eso hijo? Ese pobre hombre tenía tan solo cincuenta años. ¡Era un jovencito!¬-mirándome fijamente a los ojos.
No quise hablar más con pericia (o simulando tenerla), y no hice más que vomitar palabras sin rodeos.
-Creo que esa persona de la que ustedes hablan y que yo no conocí, fue muy afortunado al vivir hasta esa edad avanzada porque yo tengo la muy certera idea que no voy a pasar los cuarenta.
Se escuchó un vaso con, a esa altura quién sabe qué clase de alcohol, caer y se hiso un silencio sepulcral a lo que yo continué:
-Estoy más que seguro que voy a morir antes de los cuarenta, voy a tener una vida corta y al final todo lo que vengo estudiando y aprendiendo inhumanamente, se irá al carajo y no sé si eso sea algo malo.
Nadie dijo palabra alguna, todos se miraban como tratando de descifrar las apostasías dementes que acababa de decir, como tratando de esconder sus miradas, como si acabaran de oír a un hereje. Todos me miraban como si de pronto todo el brillo y la erudición que derrochaba se hubiera ido con cada vaso de cerveza y que inesperadamente una locura satánica y lamentable hubiera conquistado mi cuerpo y mente.
-Lo que pasa es que él tiene problemas con sus huesos desde muy niño y quizá por eso piensa que se va a morir rápido, pero eso no es verdad hijito-quiso arreglar la situación mi otra tía.
La multitud embriagada retomó el aliento (a trago corto barato), y presurosos ideaban y recomendaban medicamentos, ungüentos y tratamientos caseros para tratar de mejorar mi incierta salud. “Tienes que tomar aceite de hígado de bacalao, hijo”, escuché decir a alguien. “Toma cartílago de tiburón, eso es muy bueno para el calcio y los huesos”, escuché decir a otro. “Dile a su mamá que lo lleve al médico, qué está esperando”, se escuchó por ahí. Al parecer ellos se mostraban verdaderamente preocupados y alarmados por mi salud, ya no me miraban con admiración, más bien, ahora sus miradas demostraban preocupación, conmoción, desilusión, decepción, pena y sobre todo lástima de mí.
Había bebido demasiado y sentía que si tomaba una copa más, terminaría vomitando los intestinos y ello espantaría, más, a ciertos atolondrados longevos acompañantes de turno. Me fui a dormir.
Mientras dormía, soñé que había llegado a los cuarenta, que contra todo pronóstico había podido sobrevivir y curiosamente tenía una vida del carajo. Tenía una bellísima esposa, un par de hijos hermosos (que salieron a su madre afortunadamente), unos hijos muy inteligentes, amantes de la buena música y nacidos para ir en contra de la corriente y desafiar y vencer a cuanto huevas-tristes se atreva cuestionarlos; tenía un buen carro, una buena casa fuera del bullicio y de la lesiva contaminación de la ciudad, vivía fuera del Perú, en fin vivía bien.
Lamentablemente los sueños no son más que crueles alteraciones de la realidad y no es recomendable fiarse de ellos, no es sensato creer que lo que sueñas una noche se pueda llegar hacer realidad un día, porque las cosas siempre suceden como menos te las esperas y como menos las quieres, y los sueños están llenos de deseos y anhelos apasionados utópicos. Al final del sueño, a mis cuarenta años, morí de cáncer.
Me desperté con una jaqueca insoportable y me quedó claro que no seré capaz de vivir hasta los cuarenta y que quizá eso no sea algo malo.






Febrero, 2010.

Mediocres hay, mediocre soy...

Idolatro a mediocres. Al parecer soy un fan apasionado e incontrolable de esos miles de mediocres que abundan por el mundo jodiendo con su mediocridad, apestando al resto y afeando o desvirtuando el mundo, a pesar que mi mundo sea uno, más bien, reducido, limitado, muy pequeño y chato. Al parecer hago ídolos de esos simples mortales sin gracia ni atributo alguno pero que yo, encuentro inusuales y cargados de una genialidad clandestina o medianamente camuflada que aun no ha sido descubierta ni valorada por el resto. Hago ídolos de esos mediocres que se saben mediocres, que reúnen todos los requisitos necesarios para tildarlos como tal, que no sienten remordimiento alguno por ser mediocres y que se resignan a ello, a su mediocridad, sintiéndose felices.
Idolatro a ciertos pocos mediocres. Esos pocos mediocres (un grupo muy reducido) que, de algún modo (o así lo veo yo), resaltan sobre los miles de mediocres que abundan por todo el mundo. Existen, entonces dos resaltantes grupos de mediocres: 1) El grupo de mediocres por excelencia, el sobrecargado grupo que no hace distingo alguno por ningún tipo de mediocre que habite en el mundo y 2) El grupo de mediocres más reducido conformado por aquellos que, no dejando de ser meros mediocres, resaltan de algún modo, sobre los miles de mediocres que cohabitan el grupo más grande. Entonces yo no soy más que uno de esos miles de mediocres que abundan por todo el mundo (pertenezco al grupo más grande de mediocres). Pertenezco a ese tristemente inmenso grupo de mediocres por dos razones: 1) Soy parte de esa vasta cofradía de miles de mediocres porque idolatro y hago dioses o ídolos de esos, también mediocres, pero que resaltan sobre los muchos mediocres que siguen en la clandestinidad porque nadie les hace gracia. 2) Soy mediocre porque no soy capaz, siquiera, de pertenecer (o inmiscuirme) en ese reducido grupo de mediocres que resalta sobre los demás mediocres a los cuales yo pertenezco.
En otras palabras, soy mediocre porque rindo culto ferviente a otros mediocres que la mayoría (o la gente con una mínima inteligencia o capacidad para analizar la realidad) mira con desprecio y trata de evitar. Soy mediocre porque no soy capaz de resaltar (al menos) sobre mis demás hermanos o asociados mediocres, ya que no tengo gracia alguna, ni clandestina, ni camuflada ni ninguna por descubrir. Soy mediocre porque no puedo dejar de ser un simple mediocre. Soy un mediocre por escribir estas palabras tontas, enrevesadas y sin sentido. Soy un mediocre por mi sola esencia. Soy un mediocre por saberme como tal. Soy un mediocre, y a veces creo que eso no está mal.

Lesbianas y LESBIANAS

¿Por qué todas las lesbianas están buenas? No tengo el ánimo de generalizar, siempre existen excepciones a la regla general, y las excepciones y desigualdades hacen que el mundo sea más interesante, más hermoso y más jodidamente explorable. Sin embargo, encuentro a la mayoría de lesbianas como mujeres muy atractivas, unas muy bellas, muy deseables. Por ello urge la necesidad de discriminar entre el gran grupo de lesbianas. Existen dos tipos o grupos de lesbianas: 1) El primer grupo está conformado por aquellas que son inteligentes y agradecidas con lo que tienen y no flaquean en ningún momento de dejar de ser (en esencia), mujeres y, se visten, se arreglan, actúan y lucen como simples mujeres, como si fueran straight. 2) Por otro lado existe el otro tipo de lesbianas que son, más bien, el grupo al que menos aprecio o interés le tengo ya que lo conforman mujeres que son consientes que la naturaleza o Dios (si existe), no han sido generosos ni benevolentes con ellas, saben que son, en realidad, mujeres feas, gordas, enanas o demasiado altas, que muy femeninas no son, que resultarían mucho mejor desempeñando un papel masculino y es por ello que se han resignado cruelmente a su fealdad, a su mala fortuna o a su desdicha, y debido a ello es que visten así, con pantalones anchos, el cabello muy corto (el típico corte escolar), camisetas largas, ensanchan la voz, practican un vocabulario soez, juegan futbol, son personas avinagradas, siempre están a la defensiva y actúan como auténticos charros mexicanos deseando todas las noches que el “Hada de los Mostachos” las visite algún día.
Haciendo unos cálculos muy sencillos de las ventajas y desventajas, de los pros y contras de estos dos grupos de lesbianas, es obvio que el primer grupo es el que más interés me procura. Y es que estas mujeres son realmente bellas y ellas lo saben, y es por ello que tienen el poder de encantar a hombres, mujeres, aliens, criaturas de todo tipo, y a aquellas que son parte del segundo grupo (el grupo de las llamadas ‘Machonas’).
Las lesbianas del primer grupo son mujeres que visten bien, que lucen atractivas, que no dejan de maquillarse y comportarse en lo posible como mujeres. Son personas un poco más delicadas que las ‘machonas’. No son rudas al hablar, saben moverse bien, saben bailar sensualmente, les gusta ser admiradas, les gusta resaltar sus lustres ante el resto, les gusta captar las miradas de todos en la pista de baile. Siempre huelen bien, no se descuidan de su cabello, saben cómo entablar una conversación, saben ser divertidas. Este tipo de lesbianas no descarta la posibilidad de ser bisexuales, o ser tránsfugas temporalmente y hurgar entre los terrenos de la heterosexualidad.
Las lesbianas del segundo grupo son más bien, mujeres amargadas, que siempre están a la defensiva. No les gusta que alguien más mire a sus parejas, ni siquiera de soslayo. Visten como hombres, con ropas anchas. Les gusta usar gorras, no son (en su mayoría) amantes del baño. No siempre huelen bien. Les gusta caminar y hablar rudamente. Son fuertes. Les gusta hacerse respetar. No les gusta o no les provoca arreglarse mucho, evitan o suprimen todo factor femenino que les pueda quedar. No les interesa ser femeninas, para eso y por ello mismo, buscan a aquellas lesbianas que sí les interese mantener ciertos rasgos femeninos. Se podría decir que este tipo de lesbianas son de cierto modo, straights por naturaleza, ya que su naturaleza es ser lesbianas, así han nacido y así quieren y deben ser, así se comportan como lesbianas rudas y fuertes. Por nada aceptan que se filtre entre su personalidad cualquier rasgo, huella o vestigio que las identifique con el feminismo de sus parejas. Estas mujeres son tan crudas y fieles a su esencia que por nada del mundo permitirían la posibilidad de ser heterosexuales o bisexuales siquiera, ya que se saben feas, se saben gordas y desgracias. Saben que así han nacido y se quieren, se aceptan o se resignan a ello. Estas mujeres no podrían estar con hombres, porque en primer lugar no les provoca, no les atrae y, porque principalmente, ellas desean ser hombres. No tienen la intención de operarse (en algunos casos), pero desean sí ser más parecidas a los hombres. Las machonas les guardan cólera, odio, recelo y asco a los hombres por el simple hecho de ser hombres, por ser machos y ellas no. Estas lesbianas están prohibidas, por su propia naturaleza, de besar o pasar la noche con un hombre. Estas lesbianas solo están en busca de las lesbianas del primer grupo.
Resulta evidente que, cuando me pregunto por qué todas las lesbianas están buenas, me estoy refiriendo a la mayoría de lesbianas que conforma el primer grupo. Como ya he dicho, las lesbianas del primer grupo no se esfuerzan por demostrarle al mundo que son lesbianas, es más, resulta muy difícil identificarlas si es que se saben sensuales, libertinas y se comportan como mujeres. Distinto ocurre con el segundo grupo, ellas sí son muy fáciles de identificar, con solo verlas u oírlas. Las lesbianas del primer grupo, puede que estén confundías o puede que sean muy aventureras y les guste probar de todo. Estas lesbianas pueden darse un paseíto raudo por la bisexualidad o por la eventual y fugaz heterosexualidad, y por ello me gusta mucho o me atrae mucho su forma de ser.
Personalmente no me importaría mantener una relación eventual (solo eventual) con una lesbiana (siempre y cuando se trate de una lesbiana del primer grupo, claro está). No me molestaría, es más, me encantaría pasar una noche con una lesbiana, hacerlo con una lesbiana. Sería una experiencia totalmente nueva para mí y creo yo, muy difícil de olvidar, casi memorable. Por lo que he escuchado, las lesbianas tienen una cierta fama en los artes amatorios o destrezas para las disciplinas de la pasión y el amor. Me resultaría muy atractivo y provocativo, besar a una lesbiana y si se da el caso hacerlo no con una, si es posible con más de una. Creo que se trata realmente de una de mis fantasías, y no es por un simple morbo, todo es en relación a un carácter investigador, científico, explorador y aventurero. Para saber qué se siente, de qué se trata, cómo sería hacerlo con una mujer que en estricto no quiere ser mujer y que más bien ama o le provoca las mujeres. Seríamos dos personas, a las que nos gustan las mujeres pero que, una es heterosexual y la otra homosexual.
No sé, quizá hacerlo con una lesbiana resultaría siendo algo común, un simple revolcón que no escape de lo ordinario, ya que en estricto estaría haciéndolo con una mujer a fin de cuentas. Pero la mentalidad de una lesbiana es otra, y las destrezas y conocimientos de una lesbiana son otros, ajenos a los míos, y quizá yo no la llegue a atraer del todo, pero resultaría cojonudo hacer el amor, en casa de mi padre, con dos bellas mujeres que se sepan lesbianas y que sean solidarias con alguien (como yo) que no es parte de su grupo, alguien que no debería entrometerse en sus pasiones de alcoba, pero que, desea (como ellas) dejarse llevar por los caminos de la pasión y la aventura despreocupada.

Soñar

De niño y en mi pubertad solía soñar muy a menudo que volaba. Todas las noches se trataba del mismo sueño. Soñaba que flotaba sobre la gente, sobre el resto, sobre los demás y sobre lo demás. Soñaba que tenía ese poder sobre natural de volar y flotar sobre la gente. Soñaba que me desplazaba así, lentamente, suspirando, henchido de placer. Así, alardeando y mofándome de aquellos tontos que no eran capaces, como yo, de volar. Aquellos tontos y perdedores que tenían que caminar, aquellos pobres y mundanos fracasados que no habían sido tocados por la gracia y el privilegio de poder desplazarse sin tener que pisar el sucio y marchito suelo terrenal. Nada me hacía más feliz que soñar todas las noches que volaba y que flotaba sobre el resto, que yo era el único son esa habilidad inhumana para volar (todo esto antes de que esos sueños húmedos cargados de una excitación y un placer distinto, me asaltasen todas las noches también). Soñaba que volaba pero no lo hacía con mucha velocidad, por eso más bien digo, que era capaz de flotar, ya que me desplazaba lentamente, en cámara lenta, como ostentando mis poderes perezosamente para que todo el mundo no se pierda ninguno de mis movimientos y me envidien cada vez más y me odien cada vez más.
Ahora, en mi juventud, ya no tengo más esos sueños en los que vuelo o floto sobre la gente, y que tanto placer me procuraban. No me queda claro si soñar consiste en tener visiones o fantasías, o traer a la mente imágenes tanto lógicas como ilógicas, completamente dormido. Si el soñar se da siempre y cuando se esté dormido, puedo decir que antes tenía esos sueños y que ahora no. Pero si el soñar no se da necesariamente cuando se está dormido, esto es, si los sueños no siempre se presentan con la condición imprescindible de estar dormido; puedo decir que esos sueños, en los que volaba o flotaba, aun perduran en mí. Puedo decir que aun mantengo esos sueños pero lo curioso es que ya no los tengo cuando estoy dormido (o cuando estoy en trance, que vendría a ser lo mismo a estar dormido). Ahora sueño que vuelo y floto sobre la gente, pero despierto. A cada momento, durante las interminables y aburridas clases en la universidad, cuando veo televisión, cuando me doy un baño, mientras como solo y acompañado de mi soledad, cuando permanezco rebotando sobre mi cama por las noches cuando no tengo sueño, cuando se interrumpe mi lectura, cuando escucho música, y sobre todo cuando me encuentro movilizándome en los buses viejos durante esos interminables e incómodos viajes por todo Lima (quizá es por eso que cuando estoy viajando en los buses o ‘combis-asesinas’ no soy capaz de decir palabra alguna, así esté solo o acompañado por algún conocido o amigo, y es que esos sueños se apoderan de mí y me es imposible soltar palabras). Es decir, el estar dormido es una condición que me ha quedado rezagada y que me resulta innecesaria para traer a la mente esas escenas en las que vuelo y floto sobre el resto. Debo estar mal de la cabeza, debo estar enfermo. No sé si sea algo sano o desequilibrado soñar despierto. Quizá se trate de un deseo insaciable por salir de la clandestinidad y que la gente me valore de algún modo. Quizá necesite dejar de soñar despierto. Quizá eso me hace mal. Quizá el soñar hace que se burlen las reglas de la realidad. Quizá el soñar despierto me hace más vulnerable a mis miedos y más débil para afrontar mi realidad. Quizá el soñar despierto me hace doblemente hábil ya que puedo mantener sueños tanto dormido como despierto (aunque no sea siempre capaz de recordar lo que he soñado estando dormido). Quizá soñar despierto a veces está bien.